“Los españoles introdujeron en América dos manifestaciones del Carnaval: la de las clases llamadas altas, celebrada en salones a la manera española, y la popular, en las calles”, dice el historiador Gustavo Rodríguez al relatar que la fiesta de los excesos es una celebración eminentemente europea que probablemente se originó en las saturnales romanas.
Si bien el experto asegura que no es posible determinar con precisión desde cuándo se celebra el Carnaval en Cochabamba, se presume que “probablemente con intermitencias ocurre desde el siglo XIV”, y afirma que “es seguro que para fines del siglo XVIII existía esta festividad, por entonces denominada Carnestolendas”.
Este inicial Carnaval colonial se mantuvo en Cochabamba hasta la fundación de la República, pues según se puede verificar en documentos de la época, “la calle era el lugar predilecto de los sectores plebeyos y populares. En ella tocaban y danzaban bailecitos de la tierra, de procedencia peruana, como moza mala (de origen negro y gestos eróticos) y la zamacueca, que era un baile de pareja suelta”, explica Rodríguez en el documento “Siglo y Medio del Carnaval de Cochabamba”.
Estos mismos documentos, periodísticos en su mayoría, relatan que las clases más adineradas “no participaban de las fiestas callejeras y no establecían nexos con la plebe. Bailaban y se divertían encerrados, en la seguridad de sus amplias mansiones”.
El Correo del Interior, que es el periódico local del cual Rodríguez obtuvo la información histórica, relata que en lo que ahora conocemos como el martes de ch’alla “la élite cochabambina se entretenía en sus amplias casas en un juego y contrajuego de ataques y contraataques con agua, talco y perfumes entre varones y mujeres”.
Esta situación cambió tras la derrota de la Guerra del Pacífico, en la que las clases adineradas culpaban a lo plebeyo y popular de ser responsable de que Bolivia no fuese una nación moderna, razón por la cual establecieron que el Carnaval debía tener ciertos límites y ornamento aceptables.
“En 1887 un ciudadano alemán, Adolfo Schultze, avecindado en la ciudad de Cochabamba, introdujo por primera vez una entrada carnavalera a la usanza germana”, que en realidad era una mezcla entre el festejo que se efectuaba en Venecia (Italia) y Colonia (Alemania).
Fue así que los jóvenes de las clases altas tomaron las calles disfrazados con “lujo y gracia” desplazando de este espacio a los pobres, que se convirtieron sólo en espectadores pues no tenían el dinero suficiente para comprar los disfraces que se exigían o para arreglar las carrozas como se había establecido.
La plebe fue la que creó el festejo del domingo de tentación en la zona de Cala Cala que se denominó “Cacharpaya”. Mientras tanto, en el Corso de las Flores, que así se denominaba el Carnaval de la élite, se cambiaron los carruajes y carros adornados por las comparsas, que a partir de 1940 estaban encabezadas por los Jets, Always y Caribes.
En 1975, la dictadura de Banzer, “convencida de que el placer y la alegría eran contrarias al orden y el progreso, suprimió los feriados de lunes y martes de Carnaval”. Por eso, en 1978, al concluir el ciclo militar, se restituyó el feriado del martes de ch’alla y un año después el lunes de Carnaval volvió a ser festivo, pero en Cochabamba no era tan fastuoso como los de Oruro o Santa Cruz, razón por la cual se empezó a construir un Carnaval mestizo. “Las élites en lugar de continuar recriminando el crecimiento de los desfiles y festejos populares, decidieron participar en ellos, reelaborando el mundo simbólico de la fiesta y tomando para sí una larga tradición de festividad popular”.
LIBERTAD FEMENINA
Según explica el historiador Gustavo Rodríguez en el documento “Siglo y Medio del Carnaval Cochabambino”, “a las mujeres de clase alta, cotidianamente relegadas, las mascaradas les permitían evadir momentáneamente su ostracismo familiar y tomar, gracias al anonimato, la iniciativa en el galanteo”.
Según explica este documento, las mujeres de este grupo social podían permitirse algunas transgresiones en esta época del año. En cambio, “las del sector popular no necesitaban de este artificio debido a que participaban desde muy atrás en las fiestas”.
Rodríguez explica que “gracias a las máscaras podían tomar la decisión y atreverse a mirar sin rubor. Incluso las más osadas jugar, a veces, fuertes bromas al otro sexo y expresarse en un lenguaje considerado provocativo, reservado en tiempos normales para los varones. Sin duda, eran las mujeres quienes esperaban con más ansias la llamada del Dios Momo, pues les consentía un fugaz momento de utopía igualitaria, tener una presencia activa y un protagonismo, que les era negado en otros órdenes de la vida social”.
El historiador recuerda que en esta época había una “estructura patriarcal y machista reinante” en la que “la mujer no era considerada ciudadana y no votaba en las elecciones. En general era segregada, participaba poco de la vida política y cultural y en Carnaval todo este encierro desaparecía”.
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