Por Andrés Gómez Vela
Hay carnavales famosos, otros majestuosos y algunos suntuosos, el de Pocoata, Norte de Potosí, sencillamente es inolvidable.
El primer día de ausencia del mundo comienza el lunes cuando vuelve por segunda vez (la primera vez es en Todos Santos), y a quedarse en otra dimensión, los muertos vivos, que son aquellos que partieron entre el pasado Carnaval y el nuevo y todavía siguen vivos en nuestras mentes. Se baila en honor a ellos, sólo varones (las difuntas, en Pascua), al son de un ritmo saltarín y cansino a la vez. El charango en temple diablo, que deja el falso natural en el misqja carnaval (precarnavalera), entre Navidad y Año Nuevo, dialoga en un código de alegría dionisiaca con la guitarra que acompasa el bajo para marcar el ritmo de los pasos de la pandilla. El difunto se hace presente en el mundo que recién dejó “encarnado” en otra persona, quien viste sus ropas e imita sus gestos, su voz, y se desata la alegría apenas termina el pitido de arranque de la concha de un caracol.
“Traigan las mixturas y las serpentinas para mi comparsa, señor Carnaval, las bebidas finas”, comienzan las coplas, primero de salón; después, la aceitosa chicha le va conduciendo a uno a las picantes: “mi camisa azul tiene tres botones, tú me has pedido, señor carnaval, aunque sin condones”. El agudo ruido del acordeón caballerosamente acompañado por el mugido del saxo, ambos hermanados por el pum pum opaco de un bombo, dan la bienvenida al Martes de Challa, día destinado a las casas nuevas, que abren sus puertas a las comparsas, que descargan energía a raudales y alegría con límites mundanos. El atrapante y melodioso clásico pasacalle del Martes de Carnaval, que data desde antes de la existencia de la República, embruja el cuerpo y desata un apoteósico baila que no deja sentados ni a veinteañeros ni a cincuentones ni a paisanos ni a forasteros. “Carnavalpeqja cojos saltaykachan, ciegos qjawuayqachan (en carnavales hasta los cojos saltan y los ciegos recuperan la vista)”, es el dicho común que describe el adormecimiento placentero de esos días.
En términos políticos, el carnaval pocoateño se diría que es participativo; nadie mira ni aplaude de palco, todos entran al baile, sea como músicos o danzarines o coladores (como suelen llamar a los debutantes). Y nadie duerme porque creen que el Carnaval aproveche las sombras de la noche y se vaya de puntillas hasta el próximo año, entonces, despiertan a las 4 de la mañana con el cuculí (término onomatopéyico que refleja el sonido gutural de madrugada de las palomas: cu cul cu cul cu cul) en busca de chicha caliente con canela en las casas identificadas con la infaltable bandera boliviana rodeada de las hojas lanceoladas de las plantas de maíz, las plomizas hojas de las habas, las espigas verde selva del trigo y las acorazonadas hojas de la papa.
Son días de choclo con queso, kanka (asado de carne de cordero sobre la brasa), de chicha con ojitos de sopa de pollo, horas de tributo a la Pachamama, que exige armar mesas con todos los productos que les dio abundantemente durante el año, desde los agrícolas hasta los bienes plásticos como un vehículo o un celular. Una libación a cada producto: a la titi bala (arveja), anchu simi (haba boca ancha), kjomer pollera (cebolla pollera verde), pukja uya (durazno chaposo), etc, etc. Cada ronda una copla, cada día un ritmo, desde el salaque (atatay quisquita salaque, quisqa llawuanquitaj, mamayquipis riman, salaque, qjasqallawuanqitaj (pese a que tu madre te ha retado, otra vez volviste), hasta el qjariwuayñu (canción de hombres).
El adormecimiento termina el domingo de tentación, cuando las parejas más enamoradas huyen a escondidas en busca de un destino común entre promesas de amor y felicidad eternas. “Carnaval me estás dejando en este estado llorando, una chica me estás dando por ella me estoy quedando”, otra vez la copla, pero de despedida. Apenas se va la fiesta de la Carne, se anuncia la llegada de la Pascua con un pasacalle lento: “Toro blanco toro negro, se va carnaval, torito de tres colores, esperamos pascuas con gusto cabal”.
Sencillamente inolvidable.
El primer día de ausencia del mundo comienza el lunes cuando vuelve por segunda vez (la primera vez es en Todos Santos), y a quedarse en otra dimensión, los muertos vivos, que son aquellos que partieron entre el pasado Carnaval y el nuevo y todavía siguen vivos en nuestras mentes. Se baila en honor a ellos, sólo varones (las difuntas, en Pascua), al son de un ritmo saltarín y cansino a la vez. El charango en temple diablo, que deja el falso natural en el misqja carnaval (precarnavalera), entre Navidad y Año Nuevo, dialoga en un código de alegría dionisiaca con la guitarra que acompasa el bajo para marcar el ritmo de los pasos de la pandilla. El difunto se hace presente en el mundo que recién dejó “encarnado” en otra persona, quien viste sus ropas e imita sus gestos, su voz, y se desata la alegría apenas termina el pitido de arranque de la concha de un caracol.
“Traigan las mixturas y las serpentinas para mi comparsa, señor Carnaval, las bebidas finas”, comienzan las coplas, primero de salón; después, la aceitosa chicha le va conduciendo a uno a las picantes: “mi camisa azul tiene tres botones, tú me has pedido, señor carnaval, aunque sin condones”. El agudo ruido del acordeón caballerosamente acompañado por el mugido del saxo, ambos hermanados por el pum pum opaco de un bombo, dan la bienvenida al Martes de Challa, día destinado a las casas nuevas, que abren sus puertas a las comparsas, que descargan energía a raudales y alegría con límites mundanos. El atrapante y melodioso clásico pasacalle del Martes de Carnaval, que data desde antes de la existencia de la República, embruja el cuerpo y desata un apoteósico baila que no deja sentados ni a veinteañeros ni a cincuentones ni a paisanos ni a forasteros. “Carnavalpeqja cojos saltaykachan, ciegos qjawuayqachan (en carnavales hasta los cojos saltan y los ciegos recuperan la vista)”, es el dicho común que describe el adormecimiento placentero de esos días.
En términos políticos, el carnaval pocoateño se diría que es participativo; nadie mira ni aplaude de palco, todos entran al baile, sea como músicos o danzarines o coladores (como suelen llamar a los debutantes). Y nadie duerme porque creen que el Carnaval aproveche las sombras de la noche y se vaya de puntillas hasta el próximo año, entonces, despiertan a las 4 de la mañana con el cuculí (término onomatopéyico que refleja el sonido gutural de madrugada de las palomas: cu cul cu cul cu cul) en busca de chicha caliente con canela en las casas identificadas con la infaltable bandera boliviana rodeada de las hojas lanceoladas de las plantas de maíz, las plomizas hojas de las habas, las espigas verde selva del trigo y las acorazonadas hojas de la papa.
Son días de choclo con queso, kanka (asado de carne de cordero sobre la brasa), de chicha con ojitos de sopa de pollo, horas de tributo a la Pachamama, que exige armar mesas con todos los productos que les dio abundantemente durante el año, desde los agrícolas hasta los bienes plásticos como un vehículo o un celular. Una libación a cada producto: a la titi bala (arveja), anchu simi (haba boca ancha), kjomer pollera (cebolla pollera verde), pukja uya (durazno chaposo), etc, etc. Cada ronda una copla, cada día un ritmo, desde el salaque (atatay quisquita salaque, quisqa llawuanquitaj, mamayquipis riman, salaque, qjasqallawuanqitaj (pese a que tu madre te ha retado, otra vez volviste), hasta el qjariwuayñu (canción de hombres).
El adormecimiento termina el domingo de tentación, cuando las parejas más enamoradas huyen a escondidas en busca de un destino común entre promesas de amor y felicidad eternas. “Carnaval me estás dejando en este estado llorando, una chica me estás dando por ella me estoy quedando”, otra vez la copla, pero de despedida. Apenas se va la fiesta de la Carne, se anuncia la llegada de la Pascua con un pasacalle lento: “Toro blanco toro negro, se va carnaval, torito de tres colores, esperamos pascuas con gusto cabal”.
Sencillamente inolvidable.
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