miércoles, 22 de junio de 2022

Cristina Monasterios, la matriarca del Gran Poder que construyó un emporio

 


“¡Ya está! Ya te conté todo”, dice después de 40 minutos de entrevista Cristina Monasterios viuda de Aduviri con su voz de mando, que sella con una carcajada espontánea y fuerte. Son 40 minutos en los que la lujosa mujer de pollera contó la historia de su vida: más de 60 años resumidos, pero en los que detalló nombres de personas, lugares y sobre todo marcas.

Marcas de saquillos, discos, cocinas, refrigeradores, televisores, bicicletas, máquinas de coser, minicomponentes, todo lo que vendió desde sus nueve años. Primero con sus padres, luego con su difunto esposo Severo, en la calle Eloy Salmón, a sólo cuadras del templo del Señor del Gran Poder, desde donde construyó su emporio.

Dos veces, en 1975 y 1981, fueron los prestes de la fiesta del Tata que este domingo sigue vibrando con la Diana. La primera con más fe que dinero y porque -recuerda Cristina– la fiesta no era numerosa, como lo es hoy, aunque la Eloy Salmón ya tenía su morenada desde 1968. En la segunda oportunidad lo hicieron con más dinero y con la innovación que le puso Cristina: que las mujeres bailaran junto a los varones, con lo que su comparsa se coronó ganadora de la entrada de 1982.

Ella le agradece todo lo que tiene al Tata, pero también a su trabajo, su honradez y la exigencia consigo misma y su familia. Pero a eso hay que sumar su voz de mando y el estar pendiente de que lo que se decida, se cumpla. Lo que la caracteriza como la matriarca del Gran Poder que de la nada construyó su emporio.

Una jubilada de buen vestir

Pasan unos minutos de las 16:00 y Cristina Monasterios recibe a Página Siete en la tienda de una de sus propiedades, en una de las zonas comerciales más importantes de La Paz. Aparece imponente, envuelta en uno de esos trajes de chola paceña sumamente lujoso que acostumbra lucir. El de esta tarde destaca por la delicada manta turquesa tejida en finos hilos y adornada con bordados de florecillas blancas que cae sobre su blusa y su pollera de beige dorado. Es que Cristina es una mujer dada al buen vestir.

El sombrero borsalino que corona su elegancia tiene clavado en el lado izquierdo un gran topo de oro, que brilla igual que los aretes que penden de sus orejas y le dan luz a su rostro ligeramente maquillado y con un suave rouge en los labios.

Se acomoda el sombrero y sus dedos muestran unos anillos también dorados, como las pulseras que adornan sus muñecas. Pero ninguna de las joyas se compara con el enorme topo que sujeta su manta turquesa.

Apenas aparece, comienza a preguntar con voz firme si se cumplió una de las órdenes que seguramente dio más temprano. En seguida se oye la respuesta de su hija Judith. Al parecer satisfecha con la respuesta, se acomoda en uno de los mullidos sofás expuestos en su tienda y pide que comencemos la entrevista. El primer dato que lanza Cristina Monasterios es que se declara jubilada y que sus cinco hijos están a cargo de sus negocios y los diversificaron.

“Estoy jubilada de mi negocio, donde lo último que vendí fue artefactos electrónicos. De todo vendí para salir adelante. Toda la vida trabajé, desde mi niñez”, afirma la mujer que nació en 1953 en la Callampaya, hoy Kollasuyo.

“Mi hijo mayor, Jhonny, es arquitecto. Mi segunda hija, Verónica, cosmetóloga. Edith es abogada, Eduardo administrador de empresas, igual que la última, Cecilia Marisol”, comenta.

“Los varones estudiaron en Don Bosco, las mujeres en María Auxiliadora. En la tienda los sentaba en un banquito y hacíamos sus tareas. Aprendí mucho con ellos porque sólo estudié hasta cuarto básico”, añade.

Desde los nueve años

Cristina Monasterios comenzó a trabajar desde niña ayudando a sus padres, Petrona y Rosendo, a vender saquillos en la calle Santa Cruz. Cuando tenía nueve años murió su papá. Con su mamá continuaron el negocio, pero de vender saquillos pasaron a ofrecer telas y tocuyo que la fábrica Said producía entonces, a mediados de 1960, aproximadamente.

Cuando cumplió 15 años, conoció a Severo Ayaviri, un trompetista que tenía una tienda de discos en la calle Eloy Salmón, a unas cuadras de su puesto de telas. Severo vendía los discos de música de banda que él interpretaba con su grupo Los hermanos Aduviri y que también grababa bajo el nombre de Discos Gran Poder.

A los 16 años Cristina se casó con él, que tenía 30. Estuvieron juntos 50 años, hasta que la muerte los separó hace tres años.

“Nos conocimos un año y medio y el pidió mi mano a mi mamá. Nos casamos un 12 de abril de 1969. Cumplimos 50 años de casados el 12 de abril de 2019 y el 28 de agosto él se fue”, cuenta la matriarca.

De los discos a las cocinas

Recién casados, Cristina y Severo decidieron continuar con la disquera. Grababan los discos y después se embarcaban en viajes, vendiendo los vinilos, sobre todo antes de Año Nuevo y San Juan, cuando los discos de bandas tenían su mayor demanda.

Uno de sus destinos frecuentes era Cochabamba, donde su vida dio un giro. Cristina cuenta que en esa ciudad tenían una comadre a la que, un día que estaban a punto de regresar a La Paz después de su venta de discos, fueron a visitar, y ésta los llevó a ver un “enorme bazar”

“La dueña del bazar nos preguntó qué hacíamos. Nos oyó y no dijo: ‘¿Cómo van a volver con la plata? Llévense estas cocinas. Nos ofreció como 100, pero nosotros sólo teníamos para 50. No le importó, nos pidió un cheque de garantía y nos dio toda la mercadería. Así volvimos a La Paz, cargados de cocinas de gas”, relata.

Entonces en La Paz las cocinas de gas eran una novedad y las vendieron de inmediato. “La mayoría de la gente cocinaba en anafe, como yo, que cocinaba detrás de la puerta de mi cuarto, porque con mi esposo vivíamos en un cuarto pequeñito alquilado en la Lino Morales, en la zona del Gran Poder”, comenta.

Las cocinas que trajeron de Cochabamba eran brasileñas y cuando las terminaron de vender “apareció un señor” en su pequeña tienda de discos ofreciéndoles también cocinas, pero éstas de industria argentina.

“¡Y suerte debe ser, el Tata nos debe bendecir! Así nos debe ir para que nos levantemos. Un señor apareció y nos ofreció 200 cocinas. Estábamos interesados pero no teníamos suficiente dinero y le dijimos a ese hombre. Él nos preguntó si teníamos chequera, le dijimos que sí y nos pidió un cheque con el compromiso de pagarle en 60 días. Firmamos y tuvimos las cocinas”, cuenta.

“Eran las cocinas Escorial y las vendimos como pan caliente. En La Paz, Hansa tenía las cocinas Serena y después estábamos nosotros con las Escorial en la Eloy Salmón, no había la Uyustus. Viendo la cocinas me pedían garrafas de gas, eso también agarramos y vendimos”, añade.

“Poco a poco los discos fueron desapareciendo de la tienda, ya no grabábamos”, añade.

Televisores y bicicletas

Entonces la Eloy Salmón ya se caracterizaba por ser una zona comercial, porque en sus inmediaciones entonces se encontraba el mercado de la coca y la parada de buses a Oruro, pero en el lugar sólo se encontraban puestos de venta de radios a transistores y pilas, además algunas tiendas de máquinas de coser. Cristina y Severo decidieron poner en su tienda máquinas de coser. Un importador les trajo hasta su negocio las de marca Cidelsa.

“Era Hugo Prada, un dirigente de The Strongest, nos trajo las máquinas y las vendimos como pan caliente. El Señor del Gran Poder nos bendecía y nosotros éramos buena paga”, asegura.

La década de los 70 había comenzado y a la tienda de los Aduvuri – Monasterios llegaron los televisores. Eran de los primeros en el comercio paceño. Entonces sus clientes ya no eran sólo los viajeros y productores de coca, sino el paceño en general.

“Eran de marca Sony, una joya que la gente buscaba. Eran en blanco y negro y a lámparas, que encendías y tenías que esperar a que calienten para que el aparato empiece a funcionar”, cuenta sonriendo al recordar esa espera para ver la magia de la tele.

Después llegó otro producto que también revolucionó la vida de los paceños: la plastiloza, que reemplazó la vajilla enlozada que a cualquier caída se desportillaba. “Eso también hemos vendido”, afirma riendo Cristina. “Eran baratas y para el Día de la Madre eran un éxito”, añade.

Como los jóvenes esposos estaban pendientes de cualquier gusto o necesidad que presentaran sus clientes, vieron que los catres eran un regalo muy frecuente en los matrimonios, entonces los incorporaron a sus negocio. “La fábrica estaba en Argentina, pero nos mandaban desde Oruro y era tan grande de la demanda que estábamos decididos a hacer una fábrica de catres, pero no podíamos, mis hijos eran muy pequeños y estábamos solos”, afirma Cristina.

Pero la pareja siguió adelante comprando la mercadería que presentía sería un éxito, como las bicicletas Caloi, los minicomponentes, más conocidos como “tres en uno”, o las lavadoras.

Pero el negocio de Cristina Monasterios y de Severo Aduviri no era el único que crecía en la Eloy Salmón. “Vieron que el negocio de las cocinas, televisores, bicicletas y mincomponentes daba y se instalaron así. Ahora está lleno de cocinas, de refrigeradores y televisores. La Pedro de la Gazca está llena de bicicletas”, señala la mujer de 69 años al referirse a una de las zonas comerciales más importantes de La Paz que hoy baila y demuestra su poder económico a su Señor del Gran Poder.

“Trabajamos duro con mi esposo y mis hijos. No hay recuerdos tristes porque fuimos y somos honestos y respetuosos. Hemos bailado, hemos disfrutado. Yo, personalmente, superé siete operaciones porque el Tata me salva...¡Hay que tenerle fe!”, añade la matriarca del Gran Poder que quiere vivir hasta los 120 años para ver a sus nueve nietos convertidos en hombres y mujeres honestos y trabajadores, pero también estrictos y coherentes a la hora de querer construir fortuna, “porque si vamos a estar con la mano abierta, ¿cómo nos va subir la plata?”.

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