Hace un mes, Sergio Calero, a través de un artículo escrito por Rubén Vargas en las páginas de este suplemento, titulado “Los años dorados del folklore”, vertió algunas opiniones acerca del folklore nacional de los años 60 y 70, a la vez que invitaba a las conferencias que iba a dictar acerca de ese tema y que ya van en su tercera entrega.
Grupos como Wara, Los Jairas, Khanata y otros fueron nombrados por Calero. Para él, aquella época fue la época de mayor experimentación en la música popular y folklórica en el país.
Posteriormente, y siguiendo una sana tradición periodística, la antropóloga Beatriz Rossells, usando el mismo medio, refutó amigablemente la opinión sugerida por Calero de esa “insólita excelencia” de nuestra música popular. Rossells alega, entre otras cosas, que las generaciones que innovaron la música popular nacional no datan únicamente de los 60 (momento de auge de la famosa Peña Naira, entre otros antecedentes), sino que ya a principios del siglo XX, por ejemplo, se vivió algo similar con los grandes compositores de cueca: Simeón Roncal, Miguel Ángel Valda y José Lavadenz.
Pero la opinión vertida por Calero, y criticada con justicia por Rossells, no es ni mucho menos nueva. “Hace apenas dos años, nadie en Bolivia habría podido suponer que el enjundioso folklore del país iría a encontrar un renacimiento por fin culto y organizado (...)”. La anterior afirmación fue vertida nada más y nada menos que por René Zavaleta Mercado, en un artículo acerca de Los Jairas y la Peña Naira que escribió en 1968 para la revista Clarín Internacional, dirigida por su amigo Sergio Almaraz. Zavaleta, al igual que toda la generación de los 60, vio en el movimiento de la Peña Naira una posibilidad de renovación de la música así llamada vernácula, considerada por muchos, en aquella época, inculta. Pero lo que es cierto es que fueron los años 50 los que prepararon el ambiente para el desarrollo del nuevo folklore. En ese desarrollo, el folklore se distinguió ya plenamente de la música autóctona y de la música que, teniendo orígenes rurales, desde hacía varias décadas se había apoderado de los salones de baile de todo el país. Hablamos de la cueca, el taquirari en Santa Cruz y de otros ritmos como la desaparecida mecapaqueña.
Espectáculos. En los años 50, después de la Revolución Nacional, el Estado impulsó la recolección de música rural a través de departamentos creados especialmente para ello. Por otro lado, se propició la organización de espectáculos masivos de música folklórica. Estos espectáculos en La Paz fueron organizados en el estadio de Miraflores por la Alcaldía Municipal y Antonio Bravo. Al mismo tiempo, se estableció oficialmente una política de reducción de la difusión de música argentina (que tenía gran aceptación en las ciudades) para dar preferencia a la música nacional.
En una entrevista realizada hace un año, Elsa Tejada, ex integrante del dúo Las hermanas Tejada (en la década de los 50 los dúos de música folklórica eran muy populares), nos contó que en esa época el Gobierno organizó premiaciones a músicos folklóricos y que esos reconocimientos impulsaron en gran medida la renovación del repertorio nacional. Tanto fue así que las mismas Hermanas Tejada ya practicaron melodías corales pentatónicas, inspiradas en el fraseo pregunta-respuesta de las tropas de viento andinas, muchos años antes de que aparecieran grupos urbanos como Ruphay o Aymara. A esto se debe sumar, en la misma época, a todas las agrupaciones y cantantes que alimentaron la interpretación de música folklórica para salón (es decir cuecas, taquiraris, huayños y otros) como Arturo Sobenes y Gladys Moreno en Santa Cruz, Raúl Shaw Moreno en Oruro y el grupo Wara Wara en La Paz, entre otros muchos.
Innovación. Hoy, las cosas no han variado mucho con respecto a la idea de la renovación “insólita” que Ro-ssells critica a Calero. Hace un par de años, el periodista Martín Zelaya al hablar de la Peña Naira decía que fue “la piedra angular del folklore nacional” y “el emporio del folklore boliviano —del verdadero, del autóctono y auténtico”. Ésta, como otras opiniones que se han vertido mucho antes, no sólo están influenciadas por el desconocimiento o la negación de una tradición musical nacional inmediatamente anterior —la de los años 50— que fue, como constatamos, bastante valorada, sino también por la división imaginaria que se ha construido entre un folklore más bien “culto”, y otro popular, considerado poco refinado y de calidad inferior.
Ya a principios de los años 70, Óscar Rivera Rodas, en ese momento un joven columnista del periódico Presencia de La Paz (posteriormente, Rivera Rodas se destacaría como crítico literario), describía cómo habían proliferado los festivales de folklore en las ciudades del país. En estos festivales, sin embargo, en opinión de Rivera Rodas, de la gran cantidad de grupos folklóricos participantes, sólo “muy pocos consiguieron ciertamente abrir nuevas perspectivas para el desarrollo de la interpretación o composición. Todo eso es demostrado por los mismos conjuntos que son muchos, muchísimos. Pero, entre ellos, contados grupos presentan una auténtica y efectiva contribución al folklore nacional”. Más adelante, el mismo autor dirá de los grupos relacionados a la Peña Naira: “Y esos grupos de relativa calidad o exponentes de una nueva forma expresiva surgieron de un fenómeno notable en los últimos años. Fenómeno que se identifica con el incremento y aliento a nuestra música, y que fue producto de un hecho aparentemente intrascendente: la fundación de una institución particular cuya mayor preocupación ha sido encaminada al impulso del folklore nacional”. Se refería, obviamente, a la famosa peña.
Es decir, en momentos tan cercanos al surgimiento de este nuevo “folklore culto” ya se percibía una diferencia entre lo que hacían Los Jairas y otros grupos que actuaban en la Peña Naira y lo que hacían, pongamos por caso, Los Caminantes, que terminaron siendo, a diferencia de los primeros, relegados de las discotecas y de los gustos más “refinados” de la ciudad de La Paz. ¿Por qué Calero no hace una sesión para hablar, por ejemplo, de Los Caminantes, de Los Caballeros del Folklore, de Los Payas o de Los Chaskas? No quiero ser polémico, pero es indudable que no lo hace porque existe la percepción en los públicos “cultos” de que hay una gran diferencia entre unos grupos y otros. Y esa percepción, como se refleja en lo que escribía Rivera Rodas en los años 70, no es nueva, pero se fortaleció mucho ya en los años 80 con la llamada generación de la Nueva Canción.
Nueva canción. En los años 80 se terminó de establecer la diferencia entre el folklore “tradicional” (término que en esa época se puso en duda con mucho énfasis) y la música popular o la música de autor. Los documentos que se elaboraron en el “Primer encuentro de cantautores y poetas de la Nueva Canción Boliviana”, realizado en Santa Cruz en 1983, reflejan esta afirmación. En esos documentos se puede leer respecto al folklore nacional cosas como ésta: “La música tradicional copa todos los sectores, se convierte para los comerciantes en un artículo de venta y consumo e incluso, merced al manipuleo mercantilista, se tergiversa, deformando su pureza, y detiene su evolución saturándose en esquemas musicales repetitivos, textos pobres y lastimeros, además de estribillos cursis y carentes de originalidad”. Por supuesto, los poetas y cantautores de la denominada Nueva Canción Boliviana se percibían como herederos de la línea más culta y refinada, de lo que hizo el folklore en los años 60. Al mismo tiempo, percibían que grupos como Los Kjarkas y otros que vinieron después de ellos eran los herederos de la otra línea, es decir, de la considerada música “tradicional”.
Lo importante es, a mi parecer, reconocer la historicidad de las fronteras que dividen a la música y que, de alguna manera, empobrecen nuestra relación con ella. En los años 50 y 60, esas fronteras que hoy dividen al folklore nacional todavía no estaban del todo delimitadas. En los 60, por ejemplo, músicos como los integrantes de Los Payas (que tal vez hoy serían considerados como de la línea “tradicional”) intentaron emplear tropas de viento autóctonas en su música “criolla”, mientras que Los Caminantes continuaron muy cerca (sólo basta con escuchar sus discos) de la tradición musical del gran Raúl Shaw Moreno o de la genial Gladys Moreno. Tal vez así, reconociendo esto, podamos enriquecer no sólo los estudios de la música nacional, sino también la relación personal con la música que nos rodea, la del mercado, la de la radio o la del repositorio, todas las músicas al mismo tiempo.
Grupos como Wara, Los Jairas, Khanata y otros fueron nombrados por Calero. Para él, aquella época fue la época de mayor experimentación en la música popular y folklórica en el país.
Posteriormente, y siguiendo una sana tradición periodística, la antropóloga Beatriz Rossells, usando el mismo medio, refutó amigablemente la opinión sugerida por Calero de esa “insólita excelencia” de nuestra música popular. Rossells alega, entre otras cosas, que las generaciones que innovaron la música popular nacional no datan únicamente de los 60 (momento de auge de la famosa Peña Naira, entre otros antecedentes), sino que ya a principios del siglo XX, por ejemplo, se vivió algo similar con los grandes compositores de cueca: Simeón Roncal, Miguel Ángel Valda y José Lavadenz.
Pero la opinión vertida por Calero, y criticada con justicia por Rossells, no es ni mucho menos nueva. “Hace apenas dos años, nadie en Bolivia habría podido suponer que el enjundioso folklore del país iría a encontrar un renacimiento por fin culto y organizado (...)”. La anterior afirmación fue vertida nada más y nada menos que por René Zavaleta Mercado, en un artículo acerca de Los Jairas y la Peña Naira que escribió en 1968 para la revista Clarín Internacional, dirigida por su amigo Sergio Almaraz. Zavaleta, al igual que toda la generación de los 60, vio en el movimiento de la Peña Naira una posibilidad de renovación de la música así llamada vernácula, considerada por muchos, en aquella época, inculta. Pero lo que es cierto es que fueron los años 50 los que prepararon el ambiente para el desarrollo del nuevo folklore. En ese desarrollo, el folklore se distinguió ya plenamente de la música autóctona y de la música que, teniendo orígenes rurales, desde hacía varias décadas se había apoderado de los salones de baile de todo el país. Hablamos de la cueca, el taquirari en Santa Cruz y de otros ritmos como la desaparecida mecapaqueña.
Espectáculos. En los años 50, después de la Revolución Nacional, el Estado impulsó la recolección de música rural a través de departamentos creados especialmente para ello. Por otro lado, se propició la organización de espectáculos masivos de música folklórica. Estos espectáculos en La Paz fueron organizados en el estadio de Miraflores por la Alcaldía Municipal y Antonio Bravo. Al mismo tiempo, se estableció oficialmente una política de reducción de la difusión de música argentina (que tenía gran aceptación en las ciudades) para dar preferencia a la música nacional.
En una entrevista realizada hace un año, Elsa Tejada, ex integrante del dúo Las hermanas Tejada (en la década de los 50 los dúos de música folklórica eran muy populares), nos contó que en esa época el Gobierno organizó premiaciones a músicos folklóricos y que esos reconocimientos impulsaron en gran medida la renovación del repertorio nacional. Tanto fue así que las mismas Hermanas Tejada ya practicaron melodías corales pentatónicas, inspiradas en el fraseo pregunta-respuesta de las tropas de viento andinas, muchos años antes de que aparecieran grupos urbanos como Ruphay o Aymara. A esto se debe sumar, en la misma época, a todas las agrupaciones y cantantes que alimentaron la interpretación de música folklórica para salón (es decir cuecas, taquiraris, huayños y otros) como Arturo Sobenes y Gladys Moreno en Santa Cruz, Raúl Shaw Moreno en Oruro y el grupo Wara Wara en La Paz, entre otros muchos.
Innovación. Hoy, las cosas no han variado mucho con respecto a la idea de la renovación “insólita” que Ro-ssells critica a Calero. Hace un par de años, el periodista Martín Zelaya al hablar de la Peña Naira decía que fue “la piedra angular del folklore nacional” y “el emporio del folklore boliviano —del verdadero, del autóctono y auténtico”. Ésta, como otras opiniones que se han vertido mucho antes, no sólo están influenciadas por el desconocimiento o la negación de una tradición musical nacional inmediatamente anterior —la de los años 50— que fue, como constatamos, bastante valorada, sino también por la división imaginaria que se ha construido entre un folklore más bien “culto”, y otro popular, considerado poco refinado y de calidad inferior.
Ya a principios de los años 70, Óscar Rivera Rodas, en ese momento un joven columnista del periódico Presencia de La Paz (posteriormente, Rivera Rodas se destacaría como crítico literario), describía cómo habían proliferado los festivales de folklore en las ciudades del país. En estos festivales, sin embargo, en opinión de Rivera Rodas, de la gran cantidad de grupos folklóricos participantes, sólo “muy pocos consiguieron ciertamente abrir nuevas perspectivas para el desarrollo de la interpretación o composición. Todo eso es demostrado por los mismos conjuntos que son muchos, muchísimos. Pero, entre ellos, contados grupos presentan una auténtica y efectiva contribución al folklore nacional”. Más adelante, el mismo autor dirá de los grupos relacionados a la Peña Naira: “Y esos grupos de relativa calidad o exponentes de una nueva forma expresiva surgieron de un fenómeno notable en los últimos años. Fenómeno que se identifica con el incremento y aliento a nuestra música, y que fue producto de un hecho aparentemente intrascendente: la fundación de una institución particular cuya mayor preocupación ha sido encaminada al impulso del folklore nacional”. Se refería, obviamente, a la famosa peña.
Es decir, en momentos tan cercanos al surgimiento de este nuevo “folklore culto” ya se percibía una diferencia entre lo que hacían Los Jairas y otros grupos que actuaban en la Peña Naira y lo que hacían, pongamos por caso, Los Caminantes, que terminaron siendo, a diferencia de los primeros, relegados de las discotecas y de los gustos más “refinados” de la ciudad de La Paz. ¿Por qué Calero no hace una sesión para hablar, por ejemplo, de Los Caminantes, de Los Caballeros del Folklore, de Los Payas o de Los Chaskas? No quiero ser polémico, pero es indudable que no lo hace porque existe la percepción en los públicos “cultos” de que hay una gran diferencia entre unos grupos y otros. Y esa percepción, como se refleja en lo que escribía Rivera Rodas en los años 70, no es nueva, pero se fortaleció mucho ya en los años 80 con la llamada generación de la Nueva Canción.
Nueva canción. En los años 80 se terminó de establecer la diferencia entre el folklore “tradicional” (término que en esa época se puso en duda con mucho énfasis) y la música popular o la música de autor. Los documentos que se elaboraron en el “Primer encuentro de cantautores y poetas de la Nueva Canción Boliviana”, realizado en Santa Cruz en 1983, reflejan esta afirmación. En esos documentos se puede leer respecto al folklore nacional cosas como ésta: “La música tradicional copa todos los sectores, se convierte para los comerciantes en un artículo de venta y consumo e incluso, merced al manipuleo mercantilista, se tergiversa, deformando su pureza, y detiene su evolución saturándose en esquemas musicales repetitivos, textos pobres y lastimeros, además de estribillos cursis y carentes de originalidad”. Por supuesto, los poetas y cantautores de la denominada Nueva Canción Boliviana se percibían como herederos de la línea más culta y refinada, de lo que hizo el folklore en los años 60. Al mismo tiempo, percibían que grupos como Los Kjarkas y otros que vinieron después de ellos eran los herederos de la otra línea, es decir, de la considerada música “tradicional”.
Lo importante es, a mi parecer, reconocer la historicidad de las fronteras que dividen a la música y que, de alguna manera, empobrecen nuestra relación con ella. En los años 50 y 60, esas fronteras que hoy dividen al folklore nacional todavía no estaban del todo delimitadas. En los 60, por ejemplo, músicos como los integrantes de Los Payas (que tal vez hoy serían considerados como de la línea “tradicional”) intentaron emplear tropas de viento autóctonas en su música “criolla”, mientras que Los Caminantes continuaron muy cerca (sólo basta con escuchar sus discos) de la tradición musical del gran Raúl Shaw Moreno o de la genial Gladys Moreno. Tal vez así, reconociendo esto, podamos enriquecer no sólo los estudios de la música nacional, sino también la relación personal con la música que nos rodea, la del mercado, la de la radio o la del repositorio, todas las músicas al mismo tiempo.
Periodista:Giovanni Bello
Estudiante de la carrera de historia de la UMSA
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